viernes, 11 de diciembre de 2015

Ingres o el clásico moderno

Óleo sobre lienzo adherido a tabla, 1862. Fue donado por la Sociedad de Amigos del Louvre en 1911.

El Museo del Prado acoge la obra de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867). Comisariada por Carlos G. Navarro, se nos presenta Un recorrido por una colección nunca antes vista en España que permite apreciar la majestuosidad de los cuadros del maestro francés. Retratos, desnudos, mitología e, incluso, estilo” troubadour”, cargados de máxima belleza y perfección pictórica es lo que podemos apreciar a través de esta exposición del pintor romántico del siglo XIX.

Desde la entrada, el pequeño pasillo de la sala A te sumerge en el mundo de Ingres. Son los cuadros de su primera etapa. El pintor, influenciado por el arte clásico y el estilo de Rafael, comienza realizando pinturas en las que representa personajes masculinos al más puro estilo academicista, bajo una perfección pictórica. No obstante, fruto de su afán por reformar los principios anticuados de las instituciones artísticas francesas, añade colores cálidos, intensos, como el rojo, a la paleta fría neoclásica, dando fruto a una potente obra, vibrante y seductora, gracias a la perfección de su dibujo y a su a espectacular uso del color. Aquiles recibe a los embajadores de Agamenon es el cuadro que le conduce a obtener el Grand Prix en 1810 en Roma, cuando viaja por la crítica que sus obras reciben en París por considerarse reaccionarias.

Los retratos son parte esencial de su obra, en ellos logra captar el carácter de los modelos y en el Prado podemos encontrarlos agrupados en una sala en la que cuadros como François-Morius Granet  o La señora Riviére llenan las paredes, pero el al darte la vuelta cuando descubres el imponente Napoleón I en su trono imperial (1806), cargado de intensidad gracias al color rojo y envuelto de influencias romanas, flamencas y góticas, es un retrato en o que la imponente presencia del emperador es casi palpable. Sin embargo, la representación no gustó al emperador y fue escondida por considerarse muy atrevida.

El recorrido continúa con las obras de carácter mitológico donde predominan los desnudos masculinos. El sueño de Ossian y Edipo y la esfinge, son cuadros idealizados, de influencia neoclásica. El estilo troubadour también estuvo presente en sus obras. Realizó una serie de pequeños cuadros de carácter histórico medieval durante su estancia en Roma. Francisco I asiste al último suspiro de Leonardo da Vinci y Paolo y Francesca son pequeñas pinturas emocionales en las que vuelca su obsesión por la historia y los artistas del pasado.

Y por fin acudimos a lo que será una de las principales influencias para el arte contemporáneo de vanguardia: los desnudos femeninos. Frente a las representaciones masculinas de carácter heroico y mitológico, nos encontramos con mujeres desnudas, representantes del erotismo, del hedonismo. La modernidad inunda estas pinturas en la que la mujer ya  no aparece idealizada sino en una actitud puramente erótica y morbosa. Ingres es todo un innovador, pues nunca antes se habían representado a las mujeres en una actitud tan íntima. La gran Odalisca (1814), una mujer perteneciente a un harén, en actitud sugerente, peor muy elegante y nada explícita, es una de sus obras cumbre. Matisse será junto a Picasso unos de los principales bebedores de la pintura de Ingres. Rugiero libera a Angélica es otra de las obras del desnudo femenino de mayor belleza.

Su regreso a Francia significa la vuelta a los retratos y  la representación de personajes de la clase alta. Ya en sus últimos años se dedica a la pintura religiosa influenciado por el arte de Rafael y del Quattrocento. La virgen adorando la sagrada forma, Juana de Arco y Jesús entre los doctores.


La exposición termina con un cuadro dedicado a la “suntuosa desnudez”, Baño turco (1862), que será muy influyente durante las vanguardias; y con sus últimos retratos, género al que dedicó gran parte de su obra. En esta etapa final apreciamos su evolución. Comenzó con las representaciones masculinas y culmina su obra con las femeninas. En estos últimos retratos es él quien elige a sus modelos, busca anteponer el realismo al idealismo de sus comienzos. Su obra evoluciona como la vida y en sus retratos intenta competir con la fotografía, maravillándonos con unas obras muy detallistas, casi palpables como el de La señora Moitessier. El recorrido por esta espléndida trayectoria culmina con un autorretrato a los 68 años en el que la paleta fría vuelve, quizás como nostalgia por el estilo de sus comienzos.

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